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Susana

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Última actualización: 11/05/2014

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Siempre quise conocer Inglaterra. La primera vez que pisé Londres para unas cortas vacaciones tuve una especie de revelación: «Yo, voy a acabar viviendo aquí». No era en absoluto una declaración de intenciones, ni tan siquiera un deseo. Vino a mí, con la naturalidad con la que uno piensa que va a llover cuando ve el cielo nublado. Pasaron los años sin que volviera a pensar en aquello.

Volví a Inglaterra tres años después, gracias a una oportunidad inesperada. La empresa premiaba mi dedicación en forma de tres meses sabáticos para estudiar inglés. Tenía dos semanas para organizar mi estancia en Inglaterra.

En principio, no me emocionó la oportunidad, para qué engañarnos. Estaba a punto de comenzar el verano y yo, ya me prometía días de sol y playa.

Bueno, ¿qué le íbamos a hacer? Siempre había pensado que hay cosas para las que ya era tarde. Tarde, no es ni malo ni bueno. Es que ya no es. Parecía de todas formas, que aquello, era. Decidí un mes de inmersión en casa de una familia de un pequeño pueblo de Somerset donde sería la única extranjera, y luego, dos meses en Londres estudiando y trabajando.

Cuando la puerta del avión de Easyjet que me llevaba a Bristol se cerró, solo pensaba una cosa: ¿quién me mandaría a mí meterme en esos líos? Pero ya no había marcha atrás.

Yo siempre he sido muy inquieta y voluntariosa aunque inconstante. Así, he pasado por la devoción religiosa cuando estudiaba en las monjitas, la ecología y el activismo universitario, sin que me quedara nada.

Afortunadamente esta vez, algo me quedó. Decidí convertirme en una perfecta country girl: iba a ver partidos interminables de cricket, aprendí a cocinar Trifle, Yorkshire Pudding o Banoffe Pie, daba largos paseos por el campo, limpiaba los caballos, tomaba pintas con el organista, el cura, el alcalde y el policía local, ayudaba a las mujeres a organizar las comidas que servían durante el cricket y hasta iba al servicio de los domingos y rezaba las oraciones con todo mi fervor (no tenéis ni idea de lo útil que es para mejorar la pronunciación, repetir las oraciones proyectadas en un powerpoint en el altar).

Un mes fue suficiente. Al fin y al cabo una es urbanita y la vida en el campo, puede estar bien un rato pero pasado un mes, yo necesitaba algo más de movimiento.

Back to the city.

Empecé trabajando en la sucursal de mi compañía allí y aprendí que los horarios europeos son mucho más racionales que los españoles. Que no se levantan a las 5 de la mañana y que la primera hora de trabajo también se toma café, leche, cereales o se consulta el Facebook. Y eso sí, comen rápido pero a las 6 acaban. Lo de que se acuestan temprano, también es una falacia.

Gracias a este ritmo de vida, aprendí a bailar salsa, me aficioné a ir a correr, tuve tiempo de ayudar en una Charity trabajando en una tienda en Benthal Green en la que a cambio, me daban de merendar y me pagaban la Oyster, conocí sitios escondidos al turista clásico, caminé kilómetros y kilómetros porque soy de las que piensan que sólo se conoce una ciudad paseándola y no paré de conocer gente.

Contarlo y más una vez ha pasado, es más fácil siempre que vivirlo. No fue un camino de rosas. Los contratiempos suceden y la soledad que puedes llegar a vivir, muchas veces te desaniman. Digamos que Londres es una ciudad dura que te proporciona dosis de tortazos que te permiten aprender muchas cosas en tiempo record. Aquí se aprende el valor del esfuerzo y la insistencia como en ninguna otra parte. Y a estas alturas, ya nadie me va convencer de lo contrario.

Cuando acabaron los tres meses, tuve que volver a España pero desde entonces, me prometí que iba a volver. Es verdad que en los tiempos que corren cambiarse de acera, de renglón o de silla, tiene su complejidad. Pero esta vez, si que era una decisión. Iba a darle una nueva oportunidad a esta ciudad que consiguió en sólo dos meses, que mirara el mundo y mi forma de vivirlo desde otra perspectiva.

Y es que Londres tiene eso. Que el verbo atreverse, se conjuga en gerundio.


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